jueves, agosto 12, 2004

EL GLOBO

El viejo vendedor de globos estaba sentado a la sombra de un gordo ombú, que lo protegía de la intensidad de los rayos de un sol de Diciembre, mientras inflaba sus productos de goma valiéndose tan solo del aire que lograba expulsar con sus pulmones.
Inflaba y desinflaba el pecho, el viejo vendedor. Inflaba y desinflaba globos.
Entretanto, una niña joven, de rulos y trajecito azul, caminaba de la mano de su madre por el lado opuesto de la plaza, mientras encantada con el folklore clásico del lugar, el tobogán, las hamacas, el subibaja, el arenero, divisó a lo lejos al viejo vendedor. La niña inflaba y desinflaba el pecho, la madre inflaba y desinflaba el pecho, el viejo vendedor, inflaba y desinflaba globos. La complejidad de las figuras que realizaba con goma y aire era realmente envidiable. Perros, conejos, corazones, caballos, hombres y niños, atados de una piola a un banco de plaza cercano, custodiando fielmente el cartel que les ponía precio.
Era un día en donde la simpleza le ganaba a la complejidad. En donde inflar y desinflar el pecho, era más importante que cualquier trabajo que se estuviera realizando en las oficinas de cualquier empresa. Un auténtico día de plaza para la niña, la madre y el viejo vendedor.
Con una sonrisa miraba encantada los globos, lo recuerdo bien. Tantos colores, tantas formas. Mi madre sacó algunas monedas de su billetera y pagó. Elegí el rosa porque me gustaba el color, y era redondo porque era un auténtico día de plaza, en donde la simpleza le ganaba a la complejidad.
Entretanto, la abuela y yo caminábamos por la vereda de la plaza. Estábamos apurados porque debíamos llegar a casa antes que oscureciera. La abuela era así, temía al tiempo sobre cualquier otra cosa. Eran tan solo, las once de la mañana.
La niña corría a la sombra de su globo, que la alzaba de la tierra tan solo unido a ella por un cordón. El niño la vio correr. Ella giraba y daba tumbos de alegría. El no soltaba la mano de su madre. Ella pasó cerca de donde ellos estaban. El la miraba refugiado de vergüenza alguna de la mano de su madre. La niña tropezó, y el globo comenzó a volar.
Mamá lloraba, yo no podía moverme, y solo miraba el suelo. La sombra redonda del globo se posó sobre mis pies, y aquel producto de goma y aire chocó contra mi cabeza. Lo sujeté por el cordón, miré a la abuela, solté su mano. Me acerqué a mamá. Le tendí mi mano libre y, con lágrimas en los ojos, mamá se levantó. Le entregué el globo. Su rostro húmedo esbozaba una sonrisa, como aparece el sol durante la lluvia, y en su frente se dibujó un arco iris. Nunca dejamos de vernos.
Pero hoy la complejidad le gana a la simpleza. Llueve torrencialmente y los charcos parecen océanos. Los padres prometieron al niño llevarlo mañana a la plaza.

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