sábado, agosto 07, 2004

NEGRO Y FRIO ROCIO

¿Será entonces que el estar tan acostumbrados a perder, haga que ganar se disfrute tanto?

Veraneábamos todas las vacaciones en la misma cuadra de la misma ciudad. Hace más de 7 años que no voy por allí, pero si retornara hoy a su calor, la belleza de sus árboles, la limpieza de sus playas, que por la contaminación ya no debe existir siquiera, supongo que podría encontrar alguna anécdota en cada baldosa de cada vereda de cada calle. "La Lucila del mar", es uno de los lugares que más recuerdos y más aromas de mi infancia guarda entre su peculiar estructura.
La historia que quiero contar ocurrió hace algunos diez u once años, seguramente en febrero, algún verano de sol. Parábamos siempre en el mismo lugar, uno de los departamentos de la familia de Don José y Doña María. Estos dos personajes, me conocen desde que yo era en bebé (Don José falleció hace un año aproximadamente). Cruzando la calle de arena que separaba éste departamento del edificio en donde se encontraba ella, sentía mis primeros temblores y aceleres por una mujer. Una niña en realidad, de apenas 12 años (tan solo algunos meses mayor que yo), que se paseaba radiante ante mis jóvenes ojos, quienes tan solo intentaban contar los caracoles de la calle para que nadie sospechara. Tenía el pelo enrulado, los ojos grises y la cara flaca. Tenía un hermano más grande, un padre "macanudo" y una madre de esas, que al ver a cualquier ser que mida menos de un metro con treinta, se enternecía aunque este ser fuera en realidad un enano talibán. Tenía una hermosa sonrisa, las manos delgadas y delicadas, un cuello de esos que hoy en día siguen llamando mi atención. Menuda, algo pálida, esta chica lograba enloquecerme.
Pasábamos tanto tiempo juntos que conocíamos mucho de la otra persona. El primer contacto había sucedido un año atrás, no recuerdo de que manera, pero puedo jurar, que ese año deseaba mucho volver a verla.
Esa sensación nefasta de sentir como pasan las horas y uno no logra moverse, el frío te paraliza, las manos se atiesan, y torpemente dejan caer cualquier tipo de objeto que puedan llegar a sostener. Esa quincena me había sorprendido la noche del día catorce, a su lado, a solas. Ni un solo perro paseaba ya por la zona. Ni un solo padre había asomado esta vez, su nariz fuera de la ventana. Ni una señal que dijera que debía seguir callando. Entonces, decidí encarar. El inconveniente es, que era la primera vez que hablaría de mis sentimientos hacia una mujer, con la destinataria real de mis palabras. Como un jaque mate del destino, sentados en unos escalones de cerámica manchada por la sal, tomé su mano y la miré a los ojos. Antes de comenzar a hablar, ella abrió su boca, y de allí, emanaron las siguientes palabras que jamás olvidaré: "A veces no entiendo como podés ser tan lindo. Si tan solo fueses un poco más grande, podríamos estar juntos". La miré sorprendido, callé. Pensé. Me desangré internamente. Ella había dado una respuesta, a una pregunta que estaba por hacer. Una respuesta positivamente negativa, y lógicamente, negativamente positiva. Una respuesta que calienta el metal con los símbolos del dolor, y lo estampa contra la piel dejando marcas imborrables, recuerdos que tal vez jamás olvide.
Cada mañana al despertar y ver que el rocío estuvo presente, antes que amanezca, recuerdo que alguna vez estuve allí. Una noche, un gesto, una respuesta. Pues ese era su nombre, Rocío, y su aroma fue, es y será por siempre uno tan importante como el del primer amor. El del primer desamor.

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